domingo, noviembre 10, 2024

El día que Jorge Eliécer Orozco desesperó, una historia inédita

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Los últimos días del periodista Orozco, a un año de su muerte

Por Miguel Ángel Rojas Arias

Pocos días después de salir de la operación de la vejiga, donde se venía acomodando un carcinoma desde meses atrás, Jorge Eliécer Orozco Dávila, un hombre de mil batallas en el periodismo y la política regional, decidió ‘tirar la toalla’ en su lucha por la vida.

En el centro médico donde lo intervinieron despertó, después de la cirugía, con ansiedad, pero aún con optimismo. Sabía de su cáncer, se estaba sometiendo a los tratamientos médicos de quimio y radio terapia, y tenía fe. Pero después de esta cirugía, cuando estuvo en su cuarto, en su casa campestre de El Edén, y sin observar mejoría en su estado de salud, se dejó llevar por la desesperación y empezó a pensar en lo peor, sin olvidar pedirle perdón a Dios.

Este hombre lo tuvo todo. El universo lo premió con una voz prodigiosa y un talento maravilloso para el canto, la radio, el periodismo. Su inteligencia lo llevó por caminos de poder en la región, y desde muy joven estuvo al lado de los grandes políticos y gobernantes de la región. “Dios me ha concedido la dicha de ser dos veces gobernador”, me confesó un día. Yo reí y pregunté: ¿Por qué? Y, él, sin titubear respondió: “porque dos de mis grandes amigos fueron gobernadores y yo pude influir muchísimo en sus administraciones”. Y de verdad que lo fue, cuando dirigieron el departamento Lucelly García de Montoya y Rodrigo Gómez Jaramillo.

Querido por un público mayoritario, anónimo, que lo escuchaba en la radio todos los días, sin falta, con su voz resonante y su opinión, crítica o de alabanza, casi siempre apegada a la institucionalidad. Pero también odiado por muchos, por su posición política y su condición humana de ser arrogante y engreído.

No puedo dejar por fuera del recuerdo personal aquel día que le confesé que yo hice parte del grupo de Rufianes que destrozó los ventanales de la voz del comercio en 1977, cuando se dieron las grandes protestas nacionales, y los estudiantes del colegio Rufino José Cuervo de Armenia salimos enardecidos contra esa voz que trataba a los rufinistas como rufianes.  Casi se muere de la risa con la confesión, pero atinó a decir: “Ya no tengo tiempo de arrepentirme de su amistad, Miguel Ángel”.

Me confesó tantas cosas de su vida profesional, de sus sufrimientos, de sus enemigos reales y gratuitos, de sus odios y los odios de los demás por él, de aquellos años de niño cuando salía con su padre a vender el par de zapatos que habían fabricado en su casa para comprar la comida de una semana; o cuando descubrió en la escuela Camilo Torres que tenía una voz prodigiosa y que podía cantar para ganarse la vida. Sus años en los cafés de Armenia cantando como Olimpo o como Gardel, y los primeros días de la radio.

Aquel día de su desespero en su cuarto, solo con su angustia, seguramente recordó su vida, la existencia azarosa de su niñez y adolescencia, pero también los años maravillosos de Armonías Vallecaucanas, cuando su voz era un sueño reconocido en todo el país en los grandes festivales de la canción. Esos mismos recuerdos, salidos de la boca de Jorge Eliécer, los viví yo en mi casa, cuando supe de su angustia y su decisión letal de no seguir vivo.

Nada podía cambiar aquellas horas sublimes de whisky y guitarras y voces que pasamos juntos, mientras se oían una y otra vez las historias de su vida periodística. La voz de Calarcá y su amistad con Chila La Torre, que después fue distancia y odio, como el que se profesó recíprocamente con la poeta Carmelina Soto, la amante de Chila. O cuando fue a Argentina como corresponsal en la llamada Guerra de las Malvinas, donde Colombia fue tildada Caín de América y, por supuesto, los periodistas colombianos vistos como traidores.

Y aquellas historias secretas de las ‘buenas’ damas de la sociedad quindiana y los ‘buenos’ caballeros de la política y el empresariado regional. Es anecdótico, pero también alentador pensar en un hombre con quien tuve una gran distancia ideológica, por su condición de conservador y derechista y mi posición venida de la carrera de Ciencias Sociales, donde se habían acendrado los sueños y las esperanzas de un país equitativo y justo. A pesar de esa distancia, no dejó de considerarme su amigo. Y esa condición, me hizo amigo de sus amigos, pero no enemigo de sus enemigos. Aunque ahora, veo con asombro que muchos de los odios que algunos profesaron por Jorge Eliécer, los he heredado yo.

Me revolvía el alma de pensar que Jorge Eliécer estaba en cuidados intensivos del hospital de Armenia, por su propia decisión; me revolvía el pensamiento al consentir que este luchador había dejado tiradas sus armas y se había entregado a su peor enemigo: la muerte. Pero las horas pasaron y la desintoxicación fue posible. Tres días después volvió a la casa y empezó a sentirse mejor. Pude conversar con él por teléfono y lo sentí, de nuevo, optimista.

Me sorprendió gratamente cuando lo vi en una foto, extremadamente delgado, con sus amigos de RCN, pero de regreso con su programa La Gran Verdad de RCN y Hablemos del Quindío, de Telecafé. Sin embargo, el cáncer estaba ahí, y él lo sabía. Conversamos muchas veces. Lo invité, por insinuación de Alonso Urrea Botero a escribir el prólogo del libro que había escrito para este empresario: Alonso Urrea, un caballero de paso fino. Aceptó, y en una semana envió el texto, el último texto de su producción literaria.

Me llamó y me dijo que el libro de Alonso era una muy buena biografía. “¿Y cuándo vas a escribir mi historia?”, me preguntó. “Ya, ahora mismo, hermano, cuándo nos vemos”, le respondí. Y con una voz alegre me confirmó: “Mañana lo llamo para que empecemos a grabar el relato”. Y no me llamó, ya no pudo, porque su enfermedad no se lo permitió.

Hoy, un año después de su muerte, creo que Jorge Eliécer quedó en deuda conmigo porque no hicimos ese libro, o, más bien, yo quedé en deuda con él, porque no lo hice mucho antes. Pero lo que más me mortifica es pensar en aquel día, cuando desesperó, cuando se levantó en la noche, con la más profunda tristeza cabalgando en sus ya desgastados huesos, sintiendo que le estaban mintiendo sobre su posible recuperación y se atragantó de pastas y medicamentos que lo botaron en su cama, de donde fue llevado a urgencias. No pude hablar con él sobre este episodio, pero lo comprendí al extremo, porque nada puede ser tan angustiante en la vida de un ser humano, que sentirse nada, cuando ha sido todo.

Gran parte de mi vida periodística la hice al lado de Jorge Eliécer, en una pugnacidad maravillosa, en un encuentro de contrarios que, finalmente, siempre terminan juntos, como en algún momento (‘y…ojalá el día esté lejano’) lo volveremos a estar.

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