viernes, noviembre 22, 2024

La Camarada María Libertad. Segunda parte

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Por Libaniel Marulanda

Imposible establecer qué fue más grande, si el corazón de María Catalina, la recién casada y nueva habitante de Armenia o el verbo filantrópico y convincente de doña Emilia, la trapera. En todo caso el asunto de la huerfanita tuvo una afortunada resolución y, como ha sido usual en la armonía conyugal y en la música, si la nota tónica la determina el marido, la mujer impone cuál será la tonalidad dominante: La niñita que se iba a llamar Margarita fue recibida en adopción, con todas las formalidades legales y entonces se llamó María Yaneth Acosta Patiño. Su padre adoptivo se llamaba Alfredo Acosta Pérez, para entonces gerente de la Flota El Faro, una tradicional empresa de taxis. También tenía una escuela de conductores. Su hogar estaba situado en la calle doce con carrera dieciséis, junto a la actual Clínica de la Sagrada Familia, un histórico sector de clase media.

[Fotografía de Juan Felipe León]

En concordancia  con su condición de hija única  y de residente en un sector aledaño al Parque Sucre, fue matriculada en el Colegio de Las Capuchinas, un establecimiento privado, regentado por monjas católicas, en donde cursó kínder, la primaria y el primero de bachillerato. Su padre adoptivo era de filiación conservadora pero conciliador, mientras que su mamá era liberal pero rígida en los asuntos de crianza. La infancia de María Yaneth tuvo el plácido discurrir de un niño que se sabe amado, en un hogar donde predominaba la abundancia y jamás la carencia, en una ciudad que se preciaba de ser próspera como quiera que era el epicentro de la caficultura exportadora y donde florecían también las nuevas corrientes del arte, la cultura y la política. Y de manera especial, como si la preadolescente obedeciera a un imperativo genético, sus pasos se encaminaron hacia la búsqueda de la equidad social.

[Fotografía de Margarita Rosa Tirado Mejía, Fundación La Rosa de los vientos]

El final de los años cincuenta trajo para la historia el triunfo de la insurgencia guerrillera cubana contra el dictador Fulgencio Batista. Esa revolución triunfante que se negó a continuar la sumisión de república bananera, de inmediato desató una corriente Latinoamericana de simpatías juveniles, y es indudable que no sólo derivó en pensamientos y acciones sino que influyó como embrión  del movimiento que habría de conocerse tras el concilio Vaticano II, de 1962: la Teología de la Liberación. En aquellos días que antecedieron al gran tropel de la década sesentera, la adolescente María Yaneth  un  día de mercado en la galería de Armenia fue pregonera de la revolución: estuvo vendiendo a cinco centavos “La Nueva Democracia”, (luego La Voz Proletaria) el periódico insignia del Partido Comunista Colombiano. Ese mismo día fue enfrentada al juicio implacable de su mamá y la severidad argumental de la correa, a la usanza de entonces. 

 

[Fotografía de Juan Felipe León]

Pero María Yaneth no aceptó con resignación el castigo. Por el contrario y con una auténtica resolución subversiva sometió al rigor de un martillazo al  marranito de barro que en aquellos tiempos fungía como C.D.T. doméstico. Roto el marrano, empacada una maleta a escondidas, se embarcó en un bus de Expreso Bolivariano, teniendo como destino a Bogotá. Al comienzo de la llamada década maravillosa, los buses entre Armenia y la capital debían cubrir más kilómetros que hoy, las carreteras eran estrechas y en algunos trayectos el paso de La Línea estaba sin pavimentar… ¡y tardaban menos horas! Claro, no existían las tractomulas y no existían trancones en Soacha. En un hotelito pegado a la transportadora, la fugitiva alquiló un cuarto como si nada. Recuerda que la agencia quedaba casi enfrente de la iglesia del Voto Nacional y contigua al Batallón Guardia Presidencial, en la Plaza de los Mártires de Bogotá.

[Fotografía de Juan Felipe León]

En los días siguientes hizo lo propio de un provinciano llegado a la capital: caminar, asombrarse de la ciudad y aprender a ubicarse. Durante ese ejercicio, descubrió la manzana donde están establecidos los comerciantes turcos. De vitrina en vitrina se deslumbró con un abrigo que se dispuso a    comprar y justo ahí reconoció a una señora turca que residió en Armenia. El abrigo era francés y su calidad fue ratificada luego, en un viernes que era el día en que había aprendido a  bajar a la Plaza a España, donde existían buenos restaurantes. En ese lugar fue interpelada por una monja de bella estampa a quien le llamó la atención el abrigo que lucía. Resultó ser una de las hermanas que regentaban el colegio de Nuestra Señora de La Presentación  San Façon y su internado. Fue presentada a otras religiosas que almorzaban allí. Entonces la fugitiva les contó su historia.

[Fotografía de Juan Felipe León]

La historia de vida de una niña tercermundista, con semejante intrepidez, en quien se intuía una vocación de luchadora, de sobra conmovió a las monjas que, igual que tantas religiosas europeas, sentían la necesidad de rezar menos y sustituir los arrebatos místicos en aras de la búsqueda de cambios sociales, bajo la tutela del ideario de la Teología de la Liberación. Terminado el almuerzo, la futura camarada María, sin muchas formalidades fue admitida en el Internado de San Façon. Se hizo novicia, y en la medida en que se acercaba a la obtención del diploma de bachiller crecía el sueño de entrar a la Universidad Nacional. Y el deseo fue realidad  una mañana, cuando hacía un mandado: se tropezó en el campus con cierto cura de burguesa pinta, recién llegado de Lovaina: Sí, era el capellán de la U. y además  decano de Sociología, nada menos que Camilo Torres Restrepo.

 

(Continuará)

Calarcá, diciembre 25 de 2022.

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