Este domingo 10 de abril, se cumplen 120 años del asalto de una cuadrilla liberal a la recién fundada población de Armenia, en los Andes del Quindío, en medio de la Guerra de los Mil Días. Presentamos la siguiente crónica escrita por el periodista e historiador Miguel Ángel Rojas Arias, sobre este acontecimiento.
Por Miguel Ángel Rojas Arias
Esa noche, el coronel Miguel Antonio Echavarría la pasó en vela eludiendo los goterones que penetraban por el techo derruido e imaginándose su muerte, sentado en el banquito del cadalso. Las lluvias alborotaron los mosquitos y zancudos que le produjeron decenas de picaduras y calentura.
Una débil luz de parafina encendida en una pequeña vasija de guadua jugaba con su imagen de pordiosero extendida en una hamaca de cabuya tejida, haciéndola temblar en las paredes de esterilla y cagajón, pasando por entre el rifle y el machete, aún ensangrentados, con los que había asesinado a cuarenta hombres en la madrugada del 10 de abril en el asalto a Armenia. Perseguido por las tropas del gobierno se refugió en esa empalizada con techo de paja en el valle de Maravélez, donde los recuerdos de los descuartizados y el rostro aterrorizado de su amante le quitaban el sueño.
Al día siguiente del asalto el coronel conoció la noticia de la orden del gobernador de Cartago de perseguirlo y capturarlo vivo. Sus hombres lo habían abandonado en la huida y sólo lo acompañaba Eliseo Villa, que dormía a su lado, sentado, arropado con una ruana gris y con la cara tapada con su sombrero aguadeño.
Eliseo Villa no alcanzó a quitarse el sombrero de la cara cuando una bala de perdigones le destrozó el rostro y su ruana gris se tiñó de rojo, como el color de su partido. Soldados del gobierno se habían atrevido en el valle de los Marulanda Vélez y con el sigilo de los leopardos que merodeaban los riscos del Quindío asaltaron la empalizada de los fugitivos. El coronel Echavarría se tiró sobre su rifle, pero ya era tarde. Le pusieron las manos atrás, atadas con bejucos, y lo llevaron por los caminos de la selva, en medio de la lluvia, en una tenebrosa madrugada de abril.
Ese mismo día, en la plaza de Armenia, los soldados mostraron su prisionero, incendiado por la fiebre, tembloroso, demacrado, con el cabello escurrido sobre la frente, con sus huesos acosados por el escalofrío de la muerte. En este pueblo recién fundado por treinta liberales y ocho conservadores todavía se lloraban los muertos que dejó el ataque rebelde de Echavarría. En tanto, en una ventana de la calle de Encima una mujer se tapó el rostro con las manos y cerró para siempre sus postigos.
Sesenta y tres años después, José Domingo Cifuentes, citando a un testigo de los hechos, Pedro Antonio Duque, que vivía en el marco de la plaza, contó en una carta al periodista Alfonso Valencia Zapata los detalles del asalto por parte del coronel Echavarría y una docena de sus hombres.
La carta narra que a las tres de la madrugada del diez de abril de mil novecientos dos cuando la guerra civil daba sus últimos estertores a favor del gobierno, Echavarría y sus hombres asaltaron el cuartel comandado por el conservador Jesús María Villegas, quien brincó una alambrada del patio y huyó con sus dos policías, poniéndose a salvo.
Con la ciudad a sus pies, Echavarría empezó su sangriento ataque. Entró primero a la casa de Laureano Barrera Hincapié y allí hizo pedazos, con su machete, a Manuel Barrera a quien de nada le sirvió haber gritado: “Soy muy liberal”.
En la casa Consistorial encontró ocho presos que sacó y puso en fila para después matarlos también a machetazos, uno a uno, comenzando por Juan Jurado. Sus hombres hacían lo mismo, sin importar los gritos de clemencia de las mujeres ni las adherencias que las víctimas hacían al partido liberal. Se apoderaron del dinero y los bienes más preciados de las familias más prestantes.
En el asalto murieron cuarenta personas, entre ellas el tío del coronel Carlos Barrera Uribe, que años después levantara en el cementerio de la viceparroquia un mausoleo como homenaje al homicida con el siguiente epitafio: Aquí yace Miguel Antonio Echavarría, héroe liberal de la Guerra de los Mil Días, sus amigos dedican a su memoria este recuerdo.
Echavarría respetó la casa de los Isaza, ubicada en la calle de Encima, donde una mujer lo arrullaba en sus horas de sosiego. Cuando pasó por allí encontró en la ventana la mujer de cabello negro y largo, con la cara horrorizada y los ojos chispeantes. No fue capaz de hablarle porque esa mirada lo acusaba. Se sentía amado desde el día que lo dejó entrar en aquella casa solitaria, llena de muebles, con los fantasmas de sus padres colgados en la pared de la sala y con la ansiedad de una mujer hermosa abandonada en un pueblo saturado de guaqueros en la mitad de la Hoya del Quindío. Pensó saltar la pared y entrar por la ventana, pero ella cerró las dos alas de madera y las trancó con varillas y cuartones. Otras veces había entrado con su complicidad, sabiendo que en las próximas semanas sus padres no regresarían de su incesante cateo en el cementerio de la Soledad. Nunca le permitió su cama. Siempre se desvistieron con prisa en la sala, después de cerrar la ventana, derribados en las tablas de caracolí retozaban hasta la madrugada.
El pueblo a sus doce años de fundado no tenía camposanto porque todavía no se había muerto nadie. Jesús María Ocampo Toro tenía aún guardado sus huesos en el alto del Oso, en la montaña de Tolrá, donde su hijo Juan de la Cruz y unos campesinos cavaron una sepultura y le pusieron una cruz con su nombre y un pequeño epitafio: “Fundador de Armenia”. Sin cementerio, los vecinos del pueblo hicieron una fosa común en el camino a Santa Ana y allí enterraron los cadáveres que dejó la barbarie.
Tres meses después, con el bochorno de julio, el coronel Miguel Antonio Echavarría volvió al pueblo, traído por los mismos soldados que lo aprehendieron en Maravélez. Cinco días pasó encerrado en una celda, la misma de donde sacó los ocho presos que descuartizó el día de su asalto. Un juez de Cartago, por decisión de un Consejo de Guerra, lo había condenado a la pena capital, que debía de cumplirse en la plaza de Armenia, donde el homicida cometió su delito.
En la mañana, antes de su fusilamiento, se tomó a sorbos lentos una taza de café preparado con aguapanela, mientras el sacerdote lo esperaba delante de la celda. Cuando apareció en la puerta de la casa Consistorial pidió a sus verdugos tener mucha puntería. Tenía las manos atadas con un cordel de fique. Llevaba ropa limpia, pantalón y camisa blancos que le daban un aspecto angelical. Lucía cabello negro, engominado, lamido, peinado hacia ambos lados, lo que le hacía resaltar una línea en la mitad de la cabeza. La fiebre le había quitado muchos kilos de encima. Su cara dulce, rasurada en forma perfecta con la navaja Corneta Soolingen que jamás lo desamparó, lo alejaba del sumario de muertos que se le endilgaban. Quería que lo vieran hermoso, pulcro, como en aquellos días que llegó al pueblo en busca de un pedazo de tierra para sembrar sus sueños. Era un hombre sereno, de ojos cafés, vivaces, que escudriñaban debajo de sus tupidas cejas toda la cuadrícula urbana de la plaza. El sacerdote José María Arias lo llevaba del brazo, y al pasar por el frente de los nueve soldados que lo esperaban para fusilarlo les dijo: —Por favor, apúntenle al corazón—.
Todo el pueblo asistió a este acontecimiento, un domingo de julio de mil novecientos dos cuando los vientos alisios ya habían traspasado los cinco mil metros de la cordillera central. Miguel Antonio Echavarría se alistaba para un fusilamiento limpio luego de una condena sin dilaciones. Mientras caminaba por las callecitas de piedras, entre las araucarias del parque, más de seis mil ojos lo miraban. La mayoría con odio. Algunos con el respeto y la pleitesía con que se mira a los héroes. Las mujeres sintieron erizar sus senos y bajar un calorfrio por su ombligo, como una ráfaga de hormigas que se apuran a su cueva.
Era una obligación dar la vuelta a la plaza escoltado por la tropa de fusilería y escuchar luego la santa misa, según la sentencia proferida por el juez, de acuerdo a la disposición de un Consejo de Guerra de Cartago. Como él, cientos de combatientes en todo el país habían sido sentados en los banquillos de fusilamiento de las plazas de los pueblos, como un escarmiento público a los rebeldes liberales. Por esa época fueron fusilados hombres de varias generaciones en el paredón del cementerio de un pueblo fantasma en la Ciénaga Grande de la Magdalena.
Echavarría se sentó en la primera banca de aquel templo inconcluso, levantado en guadua, que parecía un gran esqueleto humano con cientos de huesos unidos por grandes puntillones. El padre Arias se hizo frente al crucifijo y en un latín fluido ofreció el oficio religioso de espaldas al condenado y a las gentes del pueblo que coparon las tres naves de la futura catedral de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción. Sólo dio la vuelta para ofrecer la comunión y la bendición a Echavarria que estaba tan tranquilo como el día de su primera comunión en la catedral de Manizales. Afuera, unos hombres levantaban el cadalso en la esquina occidental de la plaza, la mejor vista de la villa, para que nadie se perdiera el fusilamiento.
Cuando salió del templo, todavía acompañado por el padre José María Arias, le pusieron una túnica negra y lo condujeron por una calle de honor que formaron los soldados traídos de Cartago y Pereira. Uno de ellos le acercó una silla y se ofreció para ayudarlo a subir al cadalso, pero él se negó y de un salto se hizo a su trono de muerte.
El Capitán Joaquín Panesso leyó despacio la sentencia. Las araucarias del parque parecían volar con los vientos tórridos, mientras en las ventanas de todas las casas de bahareque, pintadas de colores, decenas de familias presenciaban el acto. El Capitán Panesso se sacó de la boca su tabaco de calilla, lo levantó en su mano derecha y ordenó el toque de trompeta.
Los honores al asesino estaban por terminar. Ni Robespierre, el alma de la revolución francesa, condenado a la guillotina por los girondinos; ni Juana de Arcos, condenada por la Santa Inquisición a morir en la hoguera por haber soñado con el Arcángel San Miguel, ni la Pola Policarpa Salavarrieta, cuyo virginal cuerpo de 25 años fue fusilado por orden de Juan Sámano por haber enviado mensajes a los patriotas de los Llanos Orientales, recibieron tantos honores a la hora de la muerte.
El coronel Miguel Antonio Echavarría pidió que no le vendaran los ojos. Cuando los fusiles le apuntaron, grito: “Me ofendieron y ofendí. Los perdono para que Dios me perdone”. Nueve tiros le destrozaron el corazón. Los truenos penetraron las araucarias y los aleros de las casas, alzándose una nube de plumas de colores en el cielo azul turquí. Detrás de una ventana de la calle de Encima una mujer lloraba en silencio.