Francisco Javier Robles Londoño estaba cercano a los 40 años, pero su edad mental no trascendía los 7. Todo el mundo en Circasia lo conocía como Kiko, y su vida transcurrió como una sonrisa. Desde niño, lo que nunca dejó de ser, buscó la calle como refugio ante las angustias de su hogar, y su situación especial hizo que la gente lo apoyara, le diera alimentación y lo ocupara en algunos oficios sencillos, como hacer ‘mandados’. Su cuerpo se transformó, se volvió hombre, pero su mente y su espíritu siguieron anclados en la sonrisa de sus siete años, en la inocencia de la persona que solo tiene alegría y ternura para compartir.
Se le veía en la plaza, en el mercado, en los barrios, en las fiestas, en el estadio, en cada rincón de Circasia, siempre con la sonrisa a flor de labio y con el beso tierno que les enviaba a todas las mujeres que pasaban por su lado con su consabido: “la quiero mucho”.
Su muerte fue tan trágica como fueron sus primeros años, en medio del conflicto que carcome nuestra sociedad: el microtráfico de drogas alucinógenas. Una bala que no era para él, le cegó la vida en un infortunado hecho de violencia ocurrido en una panadería del barrio Mercedes Bajo de Circasia, donde otro niño, de 13 años, también corrió con la misma suerte, mientras dos adultos más resultaron heridos.
Este martes, el municipio de Circasia se vistió de luto y cientos de personas, en medio del llanto y el pesar, despidieron a Kiko, acompañándolo a su última morada en el cementerio Los Ángeles de esta localidad. Lo acompañaron y lo lloraron porque esa sonrisa en su rostro, todos los días, a pesar de las adversidades, solo era posible en un ser tan especial como Kiko.
No era un hombre importante, solo un habitante de calle, pero la inmensidad de su ternura y la inocencia de su sonrisa rondarán por muchos años en las mentes de los circasianos.