viernes, noviembre 22, 2024

Un hermoso vendedor de helados

Otras noticias

Por Roberto Restrepo Ramírez.

El paisaje urbano no solo se caracteriza por las edificaciones de todo tipo que configuran al municipio o a la gran ciudad. También se identifica por el desenvolvimiento de la cotidianidad y ella se enriquece con el movimiento de la gente, que va y viene por sus calles y avenidas. Se destacan los personajes que sobreviven con el sudor de la brega diaria y son ellos los que se han ingeniado las múltiples formas de conseguir el sustento. Viajan todos los días de un lado para otro, llevando consigo sus productos comestibles o sus artesanías y manualidades.

De todos ellos llama poderosamente la atención el protagonismo del adulto mayor, que recorre las estancias ofreciendo – con paciencia y humildad – las golosinas, dulces o cositerías de su tradicional producción. Solo por sus ventas callejeras podemos degustar esas delicias caseras que han sido desplazadas de la existencia comercial que ofrece la tienda o el mercado de grandes superficies. Solo de ellos escuchamos los sonidos particulares de su ofrecimiento. Así es como llega a nuestro paladar la jalea de pata de res, el maní dulce y salado, los aborrajados, las galletas costeñas o rellenas de arequipe, las tortas y arepas de chócolo, las empanadas de cambray. O los buñuelos y pandebonos frescos, que solo se expenden en horas de la mañana. Sin olvidar otros manjares que demandan mayor dedicación, como son la morcilla y la mazamorra. Tantas delicias preparadas por ellos, muy temprano, en sus hogares. Solo utilizan los recursos de sus cocinas y fogones y donde antaño las abuelas y madres les enseñaron los secretos culinarios de tales oficios.

Cómo he extrañado, en el último año de recuperación de la pandemia, al vendedor de helados artesanales. Viajaba con su cajita de icopor, todos los días, en el bus de transporte Intermunicipal desde Armenia y Circasia, siendo Filandia su destino final. Ofrecía los conservados helados, envueltos en varias capas de papel grueso aislante, preparados artesanalmente, y repartidos al interior de su cajita. Regularmente se los vendía primero a los pobladores que habitan los alrededores de Cruces, el sitio donde comienza la carretera que lleva a la «Colina Iluminada del Quindío”. Recorría el trayecto caminando, hasta llegar, a veces, al restaurante El Roble. O en otras ocasiones, al mismo casco urbano de Filandia.

Cuando abría su caja transportable – tal cual una neverita ambulante y de ocasión – el vapor del frío se escapaba, escena difícil de olvidar.

El anterior es el relato descriptivo del oficio de cualquier vendedor callejero. Solo que éste es el de un ser especial y maravilloso. Admirable, en todo el sentido de la palabra, porque el viejo querido era un sorprendente ejemplo de trabajo diario, a pesar de su condición de discapacidad. Subía con dificultad al vehículo y trataba de caminar con la lentitud que le imponía su limitación física, debido a una marcada inmovilidad de sus dos piernas. Pero avanzaba con paciencia con su cajita y se acomodaba en el puesto delantero, con sumo cuidado. Todos los conductores lo conocían y detenían sus vehículos, prestos a transportarlo a su destino diario. También musitaba palabras y frases, con el esfuerzo que representaba su limitación oral. Eso nunca fue impedimento para cumplir con su trajín.

Pasaron los meses posteriores a la declaración de terminación de la emergencia sanitaria provocada por la COVID 19 y se normalizó el transporte. No obstante, siempre supimos que nuestro personaje se las ingenió para cumplir su misión, durante los meses críticos. Tal vez si se hubiese quedado en la casita de Armenia, donde residía solitario, habría sucumbido por la tristeza.

Transcurrieron los días de la normalidad y no lo volvimos a ver. Su figura y su singular caminar, por la carretera o por el sendero urbano, no fueron observados más. Preguntábamos por él a los conductores y pasajeros, sin precisar su nombre, el que nunca conocimos ni indagamos. Cuando nos confirmaron que había perecido en los últimos meses del año 2021, nos dimos cuenta de que fue una víctima más de la plaga del siglo XXI, la que mató a tantas personas de su edad.

Nuestra cámara de los recuerdos no solo evoca su presencia cotidiana, cargada de penosa humanidad, pero con alegre disposición para vender su producto sabroso. También recordaremos su anuncio particular, él grito que nos hará inolvidable su paso por este mundo:

«…Alaos, alaos…»Será la marca auditiva de la memoria, para evocar un oficio que se pierde poco a poco en el maremágnum del ambiente urbano. Una expresión oral inolvidable, los «alaos», la palabra sabrosa, la que anunciaba los helados de un hermoso individuo de la historia pueblerina. El que nos permitió saborear su delicia, hecha con amor.

Descansa en paz, con tus «alaos”, en la eternidad

Recientes

Más noticias