La opción más difícil que se puede tomar en el trabajo de la ciencia política es asumir una postura ética. Siempre he creído que sobre la virtud descansa la construcción de la nación, ella, sin duda, supone un respeto de la vida, la diferencia y, ante todo la capacidad de reconocimiento de que dicha diversidad es la principal riqueza de una sociedad. Estos valores y la abundancia de los mismos son la fortuna de un pueblo que se propone un horizonte de realización frente a toda adversidad.
Así pues, los valores y en últimas, la ética como un conjunto inmaterial que se encarna en la cotidianidad de cada hombre y mujer colombiano es un testimonio para la historia de los que nos antecedieron. Aquella frase de Ernest Cassirer, al referirse al Príncipe de Maquiavelo según la cual, la técnica para el estudio de la política que orienta el gobierno, es la una superposición de las estrategias sobre la vida humana: “En un libro técnico no hay que buscar reglas de conducta ética, de bien y mal. Basta con que nos diga lo que es útil y lo que es inútil”, anteponiendo la técnica a cualquier moral, he decidido desecharla por ser contrario a esta máxima y, por respeto a nuestros ancestros.
Esta resistencia a privilegiar la técnica sobre la ética, es desde mi punto de vista, despreciable, a pesar que mis colegas politólogos me califiquen de romántico y poco pragmático. Considero que en relación al valor de la vida el pragmatismo corre el riesgo de un totalitarismo carente de rostro y de historias de vida personales y colectivas. Dicho esto, he preferido quedarme con la imagen de la virtud como ética de la política que funda y constituye una nación. En efecto, leí en la universidad unas frases de Aristóteles que me afirman lo que acabo de escribir “(…) la vida buena es el más alto bien y ella es energía y práctica perfecta de la virtud”, “Así, pues, si existe alguien superior en virtud y en capacidad para obrar lo mejor, a ése es bueno seguir y justo obedecer; pero debe poseer no sólo virtud sino capacidad para la práctica” De este modo, la virtud de una nación es la vida buena que no se opone a la técnica y al arte del buen gobierno, destinado éste a la felicidad de todos los individuos que componen la sociedad política; pero, tanto la virtud como el arte del bien decidir políticamente, se aprende de la reflexión y la pedagogía heredada de las actuaciones notables de nuestros padres, en un sentido amplio de la palabra.
Este encuentro con víctimas reales de la colonización por el comercio del caucho, quienes sobrevivieron a la extinción de sus familias, no fue de contaminación, fue el reconocimiento de la diversidad
Cuando cumplí 10 años, la muerte de mi abuelo Guillermo Jaramillo Palacio, conocido como “Cacharro”, logró en mí un paso del dolor en su momento a la esperanza en este presente. No quiero hablar de quien fue alcalde, representante a la cámara o senador de la República. 18 años después de su muerte encarné una memoria de otra memoria. Como en los relatos bíblicos, recuperé una experiencia de una tradición oral, una memoria dentro de otra. Cacharro con Danilo su primo, Adonías Rey, Rodrigo Jaramillo y otros, decidieron adelantar una expedición desde Calarcá hasta lo profundo del Amazonas, partiendo desde Puerto Asís. Su nave, el “Cacique Calarcá” constaba con una base de flotación de dos hileras de canecas, un armazón con techo, comida, medicinas, el aguardiente necesario para la travesía, además de hamacas, y una afortunada grabadora con cassettes para animar toda la aventura. De los expedicionarios solo continuaron tres, y cual misioneros jesuitas del siglo XVI, se encontraron con la tribu Secoya, los mismos que durante siglo XIX fueron denominados como Piojés. Este encuentro con víctimas reales de la colonización por el comercio del caucho, quienes sobrevivieron a la extinción de sus familias, aun conservaban en sí mismos la imagen virtuosa del nuevo mundo prehispánico, que seguramente procedían de milenarias migraciones desde Asia, como lo enfatizaba Watson. Este encuentro no fue de contaminación, fue el reconocimiento de la diversidad en un mismo país. Sonrisas, cantos, bailes, aprendizajes de todo un pasado en el mismo río Putumayo, dieron la vuelta al mundo sin avanzar un palmo.
Pero la historia de ‘Cacharro’ solo es una de muchas invisibles, de otros héroes anónimos colombianos; afrocolombianos, indígenas, mestizos, campesinos y sobrevivientes de exterminios
Al regresar de la aventura quienes los creían muertos, como es de costumbre en esta Colombia, hicieron la pregunta obligada que fue: ¿Qué trajeron de allá? Cacharro le respondió a mi abuela Helena: “Mijita lo único que uno puede traer de allá es un mico, un paludismo y un sumario; los dos primeros vienen conmigo y el otro estoy seguro de que me lo mandan”. Traté de imaginar esa respuesta en labios del capitán Cook que dio la vuelta al mundo en un pequeño barco, quien infortunadamente murió en Hawaii; y no me pareció nada descabellado, salvo que éste no tuvo la suerte de “Cacharro” quien regresó a casa con doña Helena y sus hijos, más dos micos y una experiencia de Colombia que nos contagió la memoria de aventura y pasión por una nación que se escapa de los cuadros del Palacio de Nariño.
Pero la historia de “Cacharro” solo es una de muchas invisibles, de otros héroes anónimos colombianos; afrocolombianos, indígenas, mestizos, campesinos y sobrevivientes de exterminios. Como dije en párrafos anteriores, la virtud se aprende, los valores que constituyen lo que somos como nación, se ven. Nuestros antepasados reviven en nosotros con mayor ahínco para poder rehacer la memoria de una sociedad que en busca de justicia, no desdibuja su rostro y fuerza inmaterial. Espero que mis lectores hayan entendido con estas cortas líneas, por qué no he abandonado la idea romántica de la indisoluble relación entre ética y política.
Pablo Jaramillo Arango- Columnista de El Tiempo
Candidato a Doctor en Estudios Políticos y Jurídicos