(Charlas entre humo de cigarrillos y sabor a jugo de naranja)
“…Caminar caminos de agua
con sandalias de viejo enmudecido;
alzar la vista hacia los montes nevados
y saber que piedra es piedra, aldea es aldea, río es río
y que no hay nada que construir,
que cambiar, que contradecir
Saber que las razones tienen voz de agua.
Y cómo acomodar tanto amor en trazos tan sencillos”.
(Algunos versos de amor a Ryokan. Poemas para sobrellevar un día. Carlos Alberto Castrillón).
Al finalizar la primera vuelta de la caminata alrededor del Estadio San José, llama la atención el adulto mayor que sentado frente al puesto de jugos de naranja, fuma y escribe en el cuaderno que apoya sobre las rodillas, y a su izquierda, un vaso con tinto.
Cede al deseo de tomarle fotos. A la segunda, seguro de que no busca una historia pero ella sale a su encuentro, ocupa espacio al lado del anciano y entablan la primera de varias conversaciones (noviembre 22 de 2022) que terminaron el último día del año con inesperado sentimiento de gratitud:
Me llamo Jorge Méndez, para servir a usted. Nací en Santa Isabel, un caserío cercano a El Líbano, en1938. Haga la cuenta. Tengo 84 años. Soy el mayor de doce hijos, entre diez mujeres y otro hombre. Me gusta leer y escribir. Si quiere le muestro.
Abre al azar el cuaderno de pasta rosada, que por las puntas enroscadas de sus hojas, recuerdan olvidadas épocas escolares, y lee por entre el olor a cigarrillo:
“La ciudad de Pompeya fue destruida, por el volcán Vesubio en el año 76, era cristiana. Sucedió a la 1 de la tarde: la ciudad estaba amurallada. Dice así la Historia: un “tiendero” a esa hora cerraba la tienda, para irse a almorzar: un muchacho fue encontrado en la calle con un puñado de monedas de oro en la mano, tal vez era un ladrón. En un horno se encontraban 27 panes…”.
Se interrumpe de improviso, cierra el cuaderno y aclara: “Tengo muchos apuntes de varias cosas que leo. Después, leemos más”. Calla, toma otro sorbo y retoma la historia de su vida:
Mi padre se llamaba Luis Abril Blanco, santandereano, y mi mamá María Arcelia Méndez, tolimense. Éramos doce hijos. Desde niño descubrí que por la situación de mi hogar, donde mi papá era agricultor, no realizaría mis aspiraciones artísticas ni profesionales. Viendo y preguntando a otros aprendí varios oficios: recolectar café, remendar zapatos, ayudar en la construcción de casas de bahareque con techos de paja o caña ordinaria, y las cosas que hay que aprender en la vida para no morir de hambre. No me lo dice pero creo que se pregunta por qué no uso el apellido de mi papá… al final le contaré.
Jorge Méndez, delgado, el rostro zanjado por los años, de estatura mediana viste ropa y zapatos limpios, lleva cachucha y abrigo oscuro de lana. Con voz ronca y volumen medio, prosigue:
En 1940 mi papá se fue como mayordomo, y a cultivar a los llanos, por Cumaral, Meta. De allá regresamos a Ibagué. Mi papá se vino para el Quindío y nos quedamos 18 años viviendo con mi mamá a orillas del Combeima. Mi papá terminaba bebiendo y fiando en la tienda que montó. En 1958 trabajé cogiendo café, algodón y sorgo en Tuluá y Ceilán. En 1942 mi papá llegó a Rovira. Ahí estuvo dos años y regresó Ibagué para administrar otra finca. Me pusieron a estudiar en una escuela, por el Boquerón, pero me echaron cinco o seis veces porque no daba tareas ni me gustaba que hablaran de religión.
Esos cuentos tan increíbles del nuevo testamento; tampoco me podía aprender las tablas de multiplicar, pero como dice en un libro por ahí, me gusta leer sobre historia de Colombia para ir “en busca del tiempo perdido”. Mi papá me dijo que entonces tenía que tirar azadón, coger café y hacer las vueltas de la finca a pie. Apenas alcancé a estudiar primero de primaria.
Ahora vivo en un inquilinato por los lados de la Avenida Centenario y trabajo por el almuerzo cuidando carros en un restaurante, en la Avenida de las Américas… el sueldo me lo pagan los clientes. Antes dormía aquí debajo del techo de los quioscos que están atrás de nosotros, con personas sin horizonte, mendigos y muchachos perdidos en sus problemas sin solución…
En 1952 mi papá construyó un rancho a orillas del Combeima. En1954 salí de Ibagué para trabajar en el campo cogiendo café. Me pagaban dos pesos al mes para que llevara unas mulas cargadas con canecas de leche y entregarlas en tiendas y procesadoras pequeñas. Me aburrí y volvía a coger café. En 1955 me fui para las cercanías del nevado del Tolima a trabajar con una compañía en un campamento minero. Pagaban quince pesos diarios. Había cuarenta mineros. Teníamos cancha de tejo, fonda donde vendían cigarrillos y aguardiente, y cero mujeres. Estuve seis meses. Me cansé del frío y porque me parecía poca paga.
En 1956 la violencia quemaba casas y mataba porque sí y porque no. Mi papá trabajó con la policía. Así me gané la confianza de ellos y un día en que nos moríamos de hambre porque mi papá no estaba, me dio por tirar una suerte: cogí dos ollas, las más grandes, de las número 40. Me fui para el cuartel de policía y le dije al de la guardia, al centinela: “Déjeme pasar, necesito hablar con el cabo Flórez. O búsquelo adentro. Mi mamá le lava la ropa y le mandó una razón”. Me dejó pasar sin preguntar nada más.
Pero, qué cabo Flórez ni lavada. Me fui directo a donde los rancheros y les dije: “Amigos, me muero de hambre con mi mamá, diez hermanas y un hermano”. Me miraron, y el ranchero que mandaba dijo: “Está bien, pero espere a que todos almuercen para que llene las ollas con lo que encuentre en los fondos”. Los fondos son esas ollas grandes que les dicen indios. Estaba para salir a los vuelos con las ollas, cuando me cobraron: “Antes de irse, lave esos platos y todo lo que dejaron sucio…”. Entré a la cocina y en el lavaplatos había un arrume que llegaba al techo… Y los lave con gusto porque me dieron comida para mi familia. Además me dijeron: “Vuelva todos los días”. Salí para mi casa y casi no podía con el peso de las ollas. Cuando llegué a las ocho de la noche llamé a mis hermanas, y le digo, se amontonaron: las que no pudieron salir por la puerta, saltaron por las ventanas como gallinas asustadas que huyen de la comadreja. Me cargaron y aplaudieron. Mi mamá se levantó a calentar. A las nueve y media quedamos jinchos… Le cuento que sobró para el calentao del desayuno del otro día, y algo para el almuerzo…
Orgulloso de su hazaña, Jorge Méndez ríe a carcajadas y toma un sorbo. Alguien atrás hace ruido al levantarse de entre los cartones, plásticos y andrajos que lo cubren. Mira un instante a quien ríe, y vuelve a meterse en el sueño. Un olor ácido opaca el olor a tinto.
…Me gané la confianza, terminé barriendo y aseando la cocina. De ahí, arreglar las oficinas, hacer mandados a los oficiales y rasos. Ahí estuve hasta que volvió mi papá. Antes de irme, espere le leo mi cuaderno y nos despedimos porque tengo que hacerle un trabajito a una señora…
Intenta aclarar la ambigüedad sobre qué tipo de trabajo y por evitar suspicacias, crea más confusión: “Mejor dicho, a desyerbarle el antejardín…”.
Desde el muro, Jorge acepta la invitación de Roberto Guerrero, su amigo vendedor, a tomarse un jugo de naranja con cola granulada y miel. Perdido el hilo conductor, busca retomarlo al pedir un cigarrillo fiado. Se rinde y dice: “Después del antejardín tengo que irme para el restaurante que queda allá, al otro lado de aquí, del estadio San José donde estamos… a cuidar carros. Nos vemos mañana si quiere…y le cuento lo de mi nombre”.
Atrapado por la intriga al estilo de Sherezade, no hubo más remedio que acudir a otra cita: Jorge Méndez escribe sobre las rodillas. A su lado el jugo de naranja, no fuma. Atrás duermen otros mendigos a la sombra de los toldos… y el olor del abandono.
Estudié dos meses en colegios nocturnos de Ibagué y me aficioné a los libros. Viajé a Cúcuta y de ahí a Pamplona donde vendí mercancía propia, ahorré y compré una chacra de invasión y cultivé yuca y tomate. A los dos años la vendí con todo: marranos, vacas y gallinas por dos millones de pesos. Con esa plata me volví para Cúcuta a trabajar como vendedor ambulante, y conocí a Ángela Hernández. Vivimos catorce años. Me despachó y me vine para el Quindío a trabajar como mandadero de dos tías, hermanas de mi papá, que tenían dos negocios: el restaurante Pasajeros y un hotel cerca al café La montaña, por la galería. Duré seis meses en ese trabajo y volví a mi casa, por el Combeima. Ahí me dijeron que había cosechas de arroz, maíz, sorgo y algodón en Villavicencio. Viajé y me quedé dos años.
En 1960 trabajé en fincas cercanas a Ibagué. Los fines de semana viajé con las cosas que compraba para la casa. En 1964 regresé a Bucaramanga a vender cajas de cartón. No me amañé y viajé recomendado como mensajero a trabajar con la dueña de una panadería en Apulo. A pie repartía pan en las tiendas, le cuidaba una vaca lechera y aprendí a desyerbar antejardines. En Ibagué, mi papá administraba fincas cafeteras de personas que lo conocían.
En una de ellas se encargaba de ordeñar treinta vacas y despachar en cantinas la leche para los expendedores. En esa época fue cuando viajéquiebra a saludarlo y apenas me miró. Después viajé con ellos a Rovira y me quedé cuatro meses. Y como siempre: me aburrí y me viene para Armenia a vivir por los lados de la galería, a trabajar en fincas conocidas, por el estadio San José. En las fincas donde hoy está el barrio La Patria me quedaba los meses de abril y mayo cosechando café. De ahí me salí. Hacía de todo: limpiar jardines, ayudar en trasteos, cuidar casas y fincas solas. En el barrio Granada cuidé cuatro años una casa desocupada…
Hoy no tengo que ir temprano al restaurante. Tenga, lea un poquito en mi cuaderno, y si vuelve mañana, conversamos. Espere le busco… aquí:
“Un perro fue encontrado encadenado, retorciéndose de dolor y desesperación. En una casa fueron encontrados varios “exqueletos” haciendo muecas de dolor, y abrazados entre sí: los muchachos a esa hora, llevaban agua de un aljibe, para sus casas. La erupción del volcán sepultó toda la ciudad. Eso mismo sucedió en Armero…”.
Al otro día el cuadro se repite: Jorge Méndez, jugo de naranja, cigarrillo, y atrás, varios “habitantes de la calle” dormidos. Desde hace días es evidente que para Jorge Méndez no importa el orden cronológico de su narración, sino los sucesos y, que tendida la “trampa” sobre su nombre, el interés crece.
En Fusagasugá, en los años 2011 y 2012 trabajé con los dueños de una finca recolectando café por setecientos mil pesos mensuales… me parece. De ahí en adelante no recuerdo muchas cosas, pero sí que en 2017 me vine del todo, hasta hoy, para Armenia. Me decidí a no recorrer más como cosechero de aquí para allá…
Dormí mucho tiempo en las calles, en los andenes. Mire, dormí ahí donde ve a ese hombre durmiendo sin zapatos y cubierto hasta la cabeza con costales, pedazos de cobijas. Aquí me hice amigo de Roberto.
No me gustan los asilos de ancianos porque pierdo mi libertad, tengo que aguantar cantaleta y rezar, o tratar con personas desconocidas y enfermas del cuerpo y la mente. Mi vida está llena de fracasos, amarguras; ignorado, desplazado, quebré con los negocios que intenté. Aunque parece que mi signo Sagitario me salió fatal, y este 29 de noviembre cumplo 84 años, no me rindo.
La vida se me fue, pero sigo adelante. Vivo solo porque no me gusta incomodar. Tengo buena salud. En este momento lo que más deseo es un techo propio donde guardar mis libros y escritos. No me gusta pedir limosna y, aunque trabajo en oficios que parecen indignos, tengo dignidad. Me rebusco y no falta quién me contrate para desyerbar antejardines, lo que sea, o amigos que me regalen algo para comer.
Por el barrio Granada tengo una amiga, Ángela, que me guarda las cosas que conservo: libros, ropa, zapatos y la herramienta para limpiar jardines: machete, limas y azadón. No vivo ahí ni hay antejardín. No guardo fotos, ¿para qué? Rezo a mi manera pero no voy a iglesias. No me gustan los que llevan biblias bajo el brazo, hablan mucho y no practican la caridad cristiana. Mucho blá, blá, blá y no hacen nada…
Pasan días y aparece Jorge Méndez de saco rojo, mochila al hombro, y sus infaltables cachucha y cigarrillo… Roberto coloca dos jugos y un tinto en el muro. Será la penúltima charla.
Lea otro poco o tómele foto al cuaderno y le termino de contar:
Trabajé seis meses como vigilante de la caseta de comunal del barrio La Patria. Me conocen en varios parqueaderos donde dejaba y recogía mi cobija para dormir en la calle. Vendí estropajos por las calles de Armenia. Tengo amigos que me prestan plata y les pago puntual con lo que me pagan: Dora, la dueña de una tienda en el barrio Granada; Roberto, el amigo de los jugos acá donde estamos ahora, en la esquina del estadio San José, y Nelson, el dulcero del Bosque… tiene un puestico de color verde. Al amigo que más recuerdo, Ricardo Vargas, me contaron que lo atropelló un carro en Villavicencio y murió. Administraba fincas, me daba trabajo y posada. A veces sueño que conversamos por allá en los llanos…
La última vez que compartí un cuarto de hotel con alguien me robó las cositas. Salíamos a buscar trabajo y un día, cuando sabía que estaba ocupado, el amigo regresó a la pieza del hotel y se llevó sus cosas y las mías. Así me decepcioné de las amistades. Vivo y trabajo solo. Desde ahí decidí vivir sin amigos, conocidos, pero amigos… ni siquiera quienes a veces duermen a mi lado en la calle.
No les gusta trabajar, por oficio se acostumbraron a pedir limosna… deme, deme y les dan. Duermen hasta mediodía y las autoridades no hacen nada. Muchos vienen de otra parte, mendigos errantes que afean la ciudad. Vea, necesito un hacha para cortar leña en una finca… y no hay cómo, por eso me aburro sin hacer nada. La mente ociosa o viciosa a veces planea crímenes cuando el vicio los acosa. Terminan en la delincuencia porque el cuerpo les pide eso…
Recuerdo que en mis tiempos, en 1944, mi madre aseguraba la puerta con cabuyas, se iba a trabajar y nadie le robaba. A los muchachos que les cuento eso dicen que es historia de un libro que leí. Los campesinos tenían vacas, caballos de silla y comida para regalar a sus visitas. Cuando trabajo olvido mis problemas, mi pasado. A este país lo acabó la falta de educación, no les explican los beneficios del campo. Pero ¿de qué nos quejamos si somos herederos de los hijos de la Patria Boba? Recuerdo que una tarde en que trabajaba en Fusagasugá desyerbando cafetales, me cansé y me dio por venirme a coger café al Quindío, y dejé de ir de aquí para allá… Eso fue en 2010.
Mi padre nació al finalizar la Guerra de los mil días y murió a los sesenta y ocho años. Mi madre a los ochenta y ocho. A los doce años me volé de la casa y cuando volví a los veinticuatro años, mi papá apenas me saludo… No le temo a la muerte pero sí temo morir en un andén, y cuando pienso en ella me imagino lo frío que me voy a poner… Nada más. ¿De qué más quiere que hablemos?
Abre su cuaderno rosado. Hasta ahora, Jorge Méndez habla con autoridad de erudito y sin parar, sobre la Guerra de los mil días, de los nazis, de la ascensión de los liberales al poder, de la destrucción de Pompeya por la erupción del Vesubio, y un largo etcétera de conocimientos. Para apoyar sus discursos busca en sus cuadernos, entre sudokus y problemas matemáticos resueltos, sus resúmenes escritos con buena caligrafía y dibujos rudimentarios a color, sobre tales sucesos.
Ahora, para que terminemos, venga le cuento por qué no me firmo Abril: desde niño, y sin saber por qué motivo, mi papá pasaba una soga por una viga de la cocina, me colgaba de los pulgares, y así me dejaba de seis a seis apoyado en la punta de los pies. También, la vez que apagó con mis manos las brasas del fogón, y estuve siete meses en el hospital. Mi madre no podía decir ni hacer nada más que llorar, porque era sumisa y no quería que las cosas empeoraran… Amigo, le pregunto: ¿qué opina de mi nombre?
Silencio…
Última charla del año. Sentado en el muro Jorge Méndez se conforma con otro cigarrillo y el jugo de naranja de su amigo Roberto Guerrero… Después de su despedida con mano fuerte y áspera como papel de lija, se quiebra, inclina para ocultar sus lágrimas bajo la visera de su cachucha. Se estremece y cae en un silencio más largo que las sombras de Silva. Se levanta, revisa en su mochila el machete, la lima y una estopa doblada. Echa al hombro el azadón y dice:
Tengo que irme a podar un antejardín a otra señora. No vemos el otro año por aquí. Gracias por escucharme, hace muchos años tenía tantas ganas hablar con alguien…
Se aleja, y tras él, la soledad y la tristeza de su historia como mascotas atadas a una cuerda.
Roberto Guerrero dice: “¿No le contó? Esta mañana, cuando vine lo encontré dormido ahí, en el toldo. Le tomé una foto. Me contó que no pudo pagar el arriendo y…”.
“A tientas recomponemos las piezas que el prestidigitador desordena. A punto de caer, la mano que nadie pide, la palabra indeseada, una voz que nos llama sin asombro. Ritual de pasos en la acera, golpes al reloj para que avance, cascarón roto desde afuera. A punto de caer, es una pena encontrárselo en la vía.
(El catedrático alemán. Poemas para sobrellevar un día. Carlos Alberto Castrillón).
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