Categorías: Quindío

El extraño mundo de subuso

Publicado por
Arturo García

Josué Carrillo

 

A mediados del siglo pasado (1958 -1974), el diario El Espectador publicaba una caricatura habitual llamada El extraño mundo de Subuso; en ella este personaje de sombrero, corbatín y perrito acompañante era el observador sorprendido de situaciones insólitas; era el testigo impávido del absurdo. Pareciera que Subuso o Mr. Mum, que es su nombre original, hubiera habitado en esta Colombia inmortal, el paraíso de las situaciones kafkianas y los hechos inauditos, los cuales se ven en el diario vivir y ocurren en cualquier campo; por lo general son parte de ese realismo mágico creado por García Márquez, pero cabe advertir que dicho realismo no es invento, fruto de una imaginación genial, sino la descripción magistral de eventos reales hecha por una pluma prodigiosa.

En días recientes viví una anécdota propia del mundo de Subuso; esta ocurrencia me llevó a pensar que en este país disparatado en que vivimos, suceden tantos casos inusitados y no son pocas las veces que nos convertimos en espectadores de realidades que rebasan ese mundo extraño de Subuso, y que bien pudieran dar origen a largas series similares a la de ese simpático observador.

Un día lunes, muy de mañana, fui a un banco del pueblo a informar la pérdida de mi tarjeta de crédito; después de una larga espera, porque había varios clientes delante de mí, me atendió la asesora, le contesté algunas preguntas de rigor, le conté los detalles relacionados con la pérdida y ella, luego de mostrarme otros servicios del banco y ofrecerme un mayor cupo de endeudamiento, me dijo que debía ir a una inspección de policía a presentar la denuncia por pérdida y que volviera luego con el certificado correspondiente para darle trámite a mi caso.

Salí del banco y me dirigí a la inspección de policía más cercana -me parece que era la única del pueblo-, y cuando llegué, me informaron que el inspector había salido minutos antes, a hacer el levantamiento del cadáver de un hombre que había sido muerto a cuchillo en una riña callejera, y que por esa razón él volvería, si acaso, al finalizar la tarde. Volví a eso de las cinco, como me lo había dicho el secretario de la inspección, y esta vez me dijo que el inspector había llegado muy cansado y que por tal motivo había salido un poco más temprano que de costumbre.

Al día siguiente fui el primero en llegar a la inspección y ahora sí tuve suerte, porque el inspector, que suele llegar después de las ocho, ese día empezó a despachar desde las siete.

Por favor, tómele la denuncia al señor, le ordenó a su secretario. Este, muy diligente, me pidió los datos de la denuncia, los escribió en su máquina y le pasó luego al inspector la hoja para que la firmara. La redacción era impecable y se notaba que el secretario tenía algunos conocimientos de la pronunciación de algunas palabras extranjeras, pues al final del texto anotó: “Por la carencia de la tecla correspondiente, la letra ñ se reemplaza por las letras gn”; por ejemplo, la palabra señor, la escribió: segnor. El inspector firmó la denuncia y me pidió que comprara dos estampillas de cincuenta pesos, que las vendían en la tienda del frente.

Corrí a la tienda, como me lo indicó el inspector, y esperé unos minutos hasta que la tendera terminara de acicalarse y empezara a atender. Esta señora compraba las estampillas en la Gobernación, las revendía con un recargo del 100%; pero, aun así, se justificaba pagarle ese sobreprecio, puesto que le aligeraba al cliente la incomodidad de tener que viajar hasta Armenia para comprar un par de estampillas de cincuenta pesos, pues el solo pasaje de ida cuesta mil pesos.

Señor, me dijo la tendera, ahora no tengo estampillas, si quiere venga por la tarde, porque apenas hoy iré a la Gobernación a comprarlas. Con algún desconsuelo volví donde el inspector y le dije que tenía que esperar hasta la tarde, porque se habían acabado todas las estampillas en la tienda. Ah, me dijo, entonces, lleve eso así, sin estampillas, no se preocupe, por hoy se las perdono.

Me dirigí de nuevo al banco y vi que el número de clientes que estaban delante de mí era grande; entonces, decidí volver por la tarde. En efecto, eso hice y fui el primero en entrar y coger la boleta del turno; en esta ocasión la espera no fue larga y pronto me llamó la asesora, una diferente a la que me atendió el día anterior. Le entregué la denuncia de la pérdida de mi tarjeta de crédito, le expliqué el incidente de las estampillas, y con cierta sonrisa murmuró: ¡Estas entidades públicas! Leyó detenidamente el papel y con mucha amabilidad me indicó que lo guardara, si quería, porque, en realidad, en el banco no lo necesitaba para nada. Le di las gracias, me despedí, no sin antes preguntarle si hacía pasar al cliente de turno.

 

Colofón: Las entidades privadas, aun las de mucho prestigio, también suelen atosigar a sus clientes con exigencias absurdas e inútiles, igual que las instituciones públicas. Aquí, el papeleo innecesario parece estar en el ADN tanto de los empleados públicos como de los privados.

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Arturo García

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