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Don Carlos Uriel o las crispetas de un sueño cultural

Publicado por
Arturo García

Por Libaniel Marulanda

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El nombre de “Cine gratis con crispetas”, que comencé a ver citado en algunas de las escasas noticias culturales del Quindío, de entrada me pareció normal para designar un sitio o una organización dedicada al arte, porque hay que chicanear, porque creo que del arte a la lora hay menos de media hora. Y “en bomba”, como dicen los muchachos de ahora, armé la ida al confirmar que estaba en la población que registra un abultado número de nombres raros: Circasia,  el municipio que se autodenomina cuna de hombres libres pero que padece el endémico mal de la sumisión a los cacicazgos politiqueros, como han sido por décadas los pueblos y ciudades del Quindío. Por una recóndita razón, que de inmediato asocié a la posición de los astros o a la tutela desde ultratumba de mi viejo, fallecido, circasiano y  diletante amigo Helio Fabio Henao Quintero, ¡no llovía en Circasia!

Encontrar la sede de la Fundación Cultural Cine gratis con crispetas es fácil: basta con llegar al parque y ahí está. Es la tercera casa donde comienza la calle que envuelve la plaza donde se sitúa la estatua del libertador, aquella  que hace unos años una diligente y aséptica alcaldesa dispuso amatachinar con  rechinante pintura, tras liberar al pobre prócer de la pátina que cubría el bronce. Lo dicho antes: Del arte a la lora hay menos de media hora.  En esos días el nombre de Circasia brilló en el ámbito noticioso del país, no por el prestigio de su Cementerio Libre, y sí por la novísima expresión pictórica.  Y a manera de ñapa, añadamos que al final de esa calle existe un  expendio de licores que se llama ¡El imperialísimo!, lo cual en un pueblo tan uribista me imagino que es un subliminal cumplido al estímulo inversionista del ubérrimo.

Esta restaurada carriola Wllys 53, reemplazó la lujosa camioneta

que utilizaba Carlos Uriel Botero, antes de reorientar sus planes.

Aunque la fachada de la casa que ocupa Cine gratis con crispetas tiene la generosa dimensión de las demás casas de arquitectura paisa, su entrada es una estrecha puerta y luego un corredor que conecta con la sala de teatro que se llama Entablados. La razón de la austera puerta de acceso está relacionada con la historia del surgimiento de lo que es la fundación, en cuanto su fundador le echó el ojo encima: Resulta que en el Quindío y desde su nacimiento como departamento, el clientelismo ha orbitado en torno a una casa política, que con un certero localismo pasó a la historia como El Carrielismo, en razón a que su fundador y regente es don Emilio Valencia, un veterano liberal apodado Carriel, que por más de medio siglo aquí en el Quindío domina, quita, pone y dispone, desde el portero de una escuela hasta el gobernador del departamento.

La indiferencia municipal nos ha llevado a pensar que Circasia no se merece los afanes y sudores de la vida y obra de este quijote.

Los primeros capítulos de la historia de este añejo político y su hoja de ruta existencial han estado ligados al juego de azar como diestro tahúr, y luego como empresario del exuberante negocio del chance, hasta el punto de constituirse en un emporio regional, cuya inatajable expansión y capital marchan en proporción directa con la miseria de una región que se las picaba de próspera. Pues bien, en esa casa que ya sabemos se dispuso la instalación de un casino, luego de haberla tomado en arriendo. Sin embargo, en un inusual acto de correcta  justicia, la oficina de planeación municipal  echó a tierra el proyecto del casino y todo quedó en veremos. Y justo ahí puso el ojo el quimérico que entendió  que esa casa vacía, situada en el marco de la plaza era el  chance habría  de convertirse en su ínsula Barataria,  destinada a llamarse Cine gratis con crispetas.

Como el  veto a la construcción de un casino provenía del plan de ordenamiento municipal, la casa estuvo siete años vacía hasta que el 24 de enero de 2014 fue inaugurada por el personaje de esta historia, don Carlos Uriel Botero Mejía, nativo de Aranzazu-Caldas, quien camina por los sesenta y dos años, hijo de arriero y madre campesina, el segundo de siete hermanos de una familia desplazada por la Violencia  y que emigró a Bogotá; entonces, Carlos Uriel tenía siete de edad. Y este niño fue forzado por la pobreza a vivir con hambre, a lo colombiano, del rebusque en la calle que le robó su infancia. A sus dieciocho almanaques apenas había logrado cursar dos etapas de primaria. De Bogotá partió para Manizales, se presentó al Instituto Universitario de Caldas, fue admitido en primero bachillerato y trabajando de día en multitud de oficios consiguió terminar la secundaria nocturna.

Pero, para Carlos Uriel el bachillerato era apenas una primera estación en el empedrado camino de sus ilusiones y se inscribió en la universidad para estudiar Filosofía y Letras. El horario diurno de esa carrera en lugar de doblegarlo lo incitó a buscar la fuente de ingresos con el más romántico e imposible de cuantos trabajos existen. Como para esa época ya había escrito poemas y relatos, editó un libro: Elegías de un hombre solo y Pablus el hombre que vivía de ilusiones, y se entregó por entero a su venta en los buses. Esa publicación le permitió sufragar el costo de sus estudios pero, dos semestres antes de coronar la etapa, ante la ineludible responsabilidad de haberse casado y con dos muchachitos por alimentar, tuvo que abandonar la Universidad de Caldas y reemplazar la teoría por la praxis tras el volante de la camioneta de una fábrica de muebles.

Pasados seis años de su vinculación laboral, fue promovido a administrador de la fábrica, y trascurridos otros dos se hizo propietario. Durante veinticinco calendarios estuvo al frente de su empresa y de paso aprendió el oficio de ebanista. Treinta años atrás, vino al Quindío a acompañar a una tía cuyo esposo al morir le legó una finca en Circasia. Y aquí en tierra quindiana, a medianoche, en medio de una borrachera de antología, terminó por comprar la propiedad de la tía. Continuó su vida manizaleña, cumplió los  cincuenta (hace doce) y dado que sus hijos ya habían terminado sus carreras profesionales y eran autosuficientes, Carlos Uriel decidió retomar sus ideales estéticos que permanecieron imbatibles por décadas, hizo a un lado la placidez burguesa manizaleña, y para entonar otro canto en su cincuentenario de existencia, se vino a vivir a la finca de Circasia luego de mandar sus asuntos al carajo.

Su reinvención comenzó desde la finca, con la proyección de cine en las veredas del municipio y, ya se dijo, el siguiente paso fue tomar en arriendo la sede de la naciente fundación, en el 2014. El posterior capítulo fue crear la sala de teatro Entablados. ¿Y qué creen que pasó?  Para decirlo de manera clara y coloquial: pues que le importó un comino, tanto a la alcaldía y la casa de la cultura como al público, la apertura de un espacio cultural en un pueblo como Circasia,  donde las máximas actividades artísticas de carácter masivo, merced a la chequera oficial, se concentran en presentar en las fiestas aniversarias del mes de agosto a dos o tres personajes del abominable género del despecho, que mandan en la radio por obra y gracia de la payola, esa práctica tan acorde con un país ubérrimo en chabacanería y el culto al atraso.

Pese a la indiferencia de alcaldía, casa de la cultura y el público circasiano, Carlos Uriel Botero no ha dejado una sola semana, durante el tiempo transcurrido, sin que en la sala Entablados se presente por lo menos un evento, bien sea musical, teatral, de cine o conversatorio. Por esta causa, su disciplina y entrega diaria a esa pasión llamada Cine gratis con crispetas, durante estos años y un blindaje paciente de místico ha presentado, con la regularidad que permiten las convocatorias oficiales del orden nacional y departamental, varios proyectos que tienen continuidad y coherencia y le han permitido a la fundación obtener el premio mayor del reconocimiento en la categoría de Sala concertada. Para un quindiano militante del arte no constituye sorpresa que a la sede acudan turistas europeos extranjeros que, ante la certeza de sus ejecutorias, han expresado su admiración de la mejor manera: con donaciones en especie.

De las donaciones y la solidaridad de Carlos Uriel, pueden dar fe tres producciones de cine logradas en estos tiempos de peste en Calarcá, sin crispetas pero con las uñas, bajo el rótulo de Prolecine. A él, un obrero del arte cuya vocación está desprovista de las vanidades y envidias profesionales, el grupo de amigos que en contravía intentamos soñar con el cine y sus historias, le debemos una parte significativa de esas creaciones en que para bien o para mal del arte quindiano hemos incurrido. Y aquí es indispensable que el lector se entere de que la fundación ha realizado nueve cortometrajes, cinco montajes teatrales, aparte de la constitución del grupo teatral con estudiantes de colegio, que trabaja lunes, martes y miércoles. Todos los jueves se realiza un evento llamado Jueves de teatro, al día siguiente, Viernes de concierto y los sábados, Paisaje cultural cafetero a través del cine.

Aquí, la clara y dura evidencia del rechazo de uno de los proyectos

La supervivencia de este ente cultural depende de las convocatorias que hace el ministerio de Cultura. Y aunque el diligenciamiento exitoso de un  proceso que entraña la asignación de recursos nacionales es similar a ganarse una lotería, nuestro personaje ha logrado varias veces cantar victoria. En la última visita que le hice,  como siempre, con el propósito de pedirle un favor, lo encontré inmerso en una inusual pesadumbre: el ministerio de Cultura le rechazó dos de sus proyectos continuos. Aunque no es causa de orgullo, durante cuarenta años trabajé como empleado público del orden nacional, es decir, supe y conocí de primera mano toda la ineficacia y estupidez que puede manifestarse en el ejercicio de la burocracia oficial. Con todo, la última dosis de rabioso asombro la recibí la semana pasada, cuando Carlos Uriel me contó que todo se vino abajo porque ¡le escribieron  mal el número de su cédula!

Otro de los proyectos que se desmoronó por excesivo celo formal de la burocracia del gobierno

Y aunque la tramitomanía es otra peste nacional, recordé entonces que en mis años mozos convertí en bandera de razonamiento antiburocrático aquello de que los actos inherentes al control fiscal, llamados por ese entonces Control previo, no deben encaminarse a doblegar forzosamente a quien se audita. Para que nos entendamos mejor, un error como el cometido por quien le digitó la convocatoria  a Carlos Uriel, es un anomalía solo de forma, jamás de fondo. Si el objetivo legal de Mincultura es auspiciarla; está ahí para propiciar la realización del arte nacional ¿por qué manda a donde sabemos la existencia misma de un colectivo como Cine gratis con crispetas? ¿Es que no es posible que se corrija un error de escritura? De ser así… ¿qué de los miles de errores escriturales en los procesos judiciales? Pero, ¿qué podemos esperar en un país donde imperan la corrupción, la mentira y la inequidad?

Si un ente cultural como el que creó esta persona que quiso anteponer sus ideales a la  fortuna, que hizo de una utopía la  razón de legarle a Circasia una obra tangible y trascendente para la historia regional, se ve forzada a cerrar porque el gobierno municipal y su clase dirigente han decidido ignorarla, desde nuestras menguadas posibilidades e influencia, estamos obligados a cuestionar, debatir y entregarle a su creador la más eficaz y expresiva solidaridad, dada nuestra condición de actores del conflicto entre el arte puesto al servicio de la sociedad y las  prácticas de la corrupción y la politiquería. Por ahora y antes de lo que parece inevitable, la sede de la fundación ha sido puesta en el mercado de locales para eventos y celebraciones. Esperemos que Carlos Uriel continúe su batalla y las circunstancias no conviertan el local en algo más rentable, como una cantina, por ejemplo.

 

 

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