Por Mario Augusto Castro Beltrán
—-Ese que va ahí con su carrito de forcha, es una pesadilla para mí.
—¿Por qué?
—Porque hace unos tres años le regalé un vaso y en él preparó un veneno, allá atrás, junto al río, y se lo tomó, y vea pues qué encartada en la que me metí.
—No veo razón para que eso te moleste, Gonzalo.
—Cómo que no. Si yo no hubiera abierto mi bar tan temprano, él no habría arrimado aquí a pedirme el vaso.
—Pero qué tiene que ver eso con que ese hombre hubiera atentado contra su vida.
—Pues, hombre, yo nunca abro mi negocio antes de las siete y media de la mañana, y ese día me dio por hacerlo una hora antes. Abrí, y a los cinco minutos entró él a pedirme el vaso. Debí de haberle preguntado para qué lo necesitaba.
—Hombre, Gonzalo, qué va uno a preguntar eso, y, de preguntarse, la respuesta habría sido cualquiera menos la real.
—Ay, hombre, debí de hacerlo porque ya todos en el pueblo sabíamos que él andaba como loco por el rechazo de una pretendida, que, viéndolo bien, no es tan bella ni tan merecedora. Y yo debí de imaginármelo.
—Gonzalo, eso nadie lo piensa ni lo va a prever. A quién se le habría de ocurrir que lo acontecido —con un intento de suicidio— podría devenir del hecho de que un potencial suicida hubiera de requerir un vaso, como elemento necesarísimo para cumplir con sus deseos de irse de este mundo.
—Lo que siento, jovencito, es que si yo no le hubiera dado el vaso, él no habría intentado quitarse la vida momentos después. Y de ser así, otro sería el que estaría lamentando ese hecho.
—Gonzalo, y cómo fue eso de que una pena de amor hubiera sido la causa de su intentona suicida.
—Es que todo fue más allá. Mire que a los quince minutos de haberle dado el vaso, vino el revuelo de que Martín se había suicidado, y dos minutos después lo pasaron cargado camino al hospital. Pregunté a alguien qué le había ocurrido a ese muchacho, y me dijeron que se había tomado una droga disuelta en agua en un vaso marcado con el nombre de mi bar. Ahí se me vino el mundo encima, pues sentí que yo tenía culpa.
—Bueno, dejémoslo así, y cuéntame más bien cómo es eso de que intentó morirse por una pena de amor.
—Pues ese hombre se tragó de la hija del talabartero, quien no le daba ni la hora. El hombre insista que insista y nada, hasta que un día, ahí en la mitad del parque, ella le gritó que no más, que ya estaba cansada de tanta insistencia, que la dejara en paz de una vez por todas y que ya se había comprometido con otro muchacho, con quien a lo mejor habría de casarse.
—Y qué siguió.
—Pues que ese hombre terminó con la cabeza medio corrida y se dedicó a beber aguardiente; con decirle que era rara la vez que se le veía en sano juicio en por lo menos estos los tres últimos meses antes de su intentona.
—Vea, pues. Bueno, y qué pasó luego de que lo rescataron.
—Lo bajaron hasta el hospital de aquí, donde le hicieron unos primeros auxilios, y en ambulancia lo trasportaron hasta el Hospital de Zona de Armenia. Lo subieron al sexto piso, luego de que lo salvaron, y cuando despertó y vio que estaba aún sobre la Tierra, protestó porque no lo dejaron morir y se puso a llorar como un bendito. Esperó a que las enfermeras se descuidaran y al rato fue a una ventana y se tiró al vacío…
—No me diga, Gonzalo…
—Sí, el desgraciado sí que quería matarse. Y no sé si fue buena o mala suerte para él, pero ni así se mató; cayó sobre el antejardín luego de rebotar en un toldo que se había pegado en la fachada del segundo piso, y lo único que le pasó fue que se quebró unos huesos. Otra vez fue llevado adentro y le hicieron lo que había que hacerle: le pusieron como cuatro o cinco cubiertas de yeso, y quedó casi como una momia que habría de abrazar a una víctima, como en las películas de Santo el Enmascarado de Plata, esa donde trabaja con Blue Demon contra las momias de Guanajuato. Hasta que se recuperó y le dieron de alta; y hasta le pusieron vigilante para que no volviera a intentar acabar con su vida.
—¿Eso fue hace cuánto tiempo, Gonzalo?
—Uf, hace como unos cinco años. Ya la tusa se le pasó y ahora anda como muy contento. Eso es al menos lo que me deja tranquilo. Pero ni así se me va de la cabeza la idea de que yo tuve la culpa.
—Hombre, Gonzalo. Déjate de bobadas. O fue que en la tirada por la ventana también le diste algo para que lo hiciera.
—No, hasta allá no. Bueno, dejémoslo de ese tamaño. Vamos más bien a comprarle forcha.
—Llámalo.
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