Nota del autor: A Jaime Lopera le fue otorgado el premio a la Vida y Obra 2022 por la gobernación del Quindío y su secretaría de Cultura. Pese a que fue escrito en 2009, considero de interés el siguiente texto, publicado en el libro “Crónicas Quindianas”
Por Libaniel Marulanda
Explicarse por qué alguien hace esto o aquello, con un resultado exitoso, no demanda mucho recalentamiento neuronal. Pero, intentar acercarse al porqué ese alguien no ha hecho esto o aquello, a pesar de lo exitoso que podría resultar, eso sí es todo un inescrutable arcano, como diría cualquier grecoquimbaya. He tenido en mis manos, desde años atrás, un par de manuscritos de la cosecha de este intelectual, que en buena o mala hora se metió a político. Uno, de ensayos: “Palabras preñadas”; otro, de cuentos: “Copulario”. Como puede verse, son títulos provocadores; una boleta de entrada al palco del teatro editorial. Una vez leídos, este par de libros llevan al lector a preguntarse, como digo, ¿por qué carajos su autor no los ha publicado todavía? ¿Acaso espera que adquieran un valor agregado, ante el indeseado acto de rendir indagatoria en la sala de audiencias de allá arriba?
La historia familiar de los Lopera Gutiérrez se remonta a la colonización antioqueña, las postrimerías de la guerra de los Mil días, la política, el civismo, la literatura y algo más. El abuelo, Juan de la Cruz Lopera Berrío, testigo y actor en el secular conflicto, Coronel y Auditor de guerra, nacido en la godísima Santa Rosa de Osos en 1868, decidió residenciarse en Manizales e instalar una oficina de asuntos judiciales. Allí se casó con la joven de Supía, María Gutiérrez. Su cercanía con el apremio social de los soldados, terminada la guerra, cuando los excombatientes pedían a gritos un pedazo de tierra para enderezar sus vidas, lo condujo a escribir un par de libros: “Colombia Agraria” y “Leyes de Baldíos”. Luego expandió su actividad judicial a la joven Pereira, en donde residió hasta 1907, cuando nació don Joaquín Lopera Gutiérrez, padre de nuestro personaje, Jaime Lopera Gutiérrez.
El escritor ostenta la envidiable condición de ser el único autor quindiano que ha alcanzado la suprema dignidad de ser pirateado. No recuerdo quien, contó a la lenguaraz audiencia calarqueña que cierta vez, en un semáforo bogotano, un vendedor se acercó al carro que conducía Jaime y le soltó su parlamento mercaderista:”, Lleve, lleve, en promoción, La culpa es de la vaca, de García Márquez y Memorias de mis putas tristes de Jaime Lopera”. El libro de la anécdota, realizado a cuatro manos, con el concurso de Martha Inés Bernal, su esposa, en palabras del leído escritor es una recopilación. “Lo auténtico de estos textos es nuestro criterio de seleccionar entre miles, una sola y buena historia que pegue con el mundo y los valores actuales”. La historia que amamantó los cuatro libros es originaria de Michael Porter, mientras el título “La culpa es de la vaca”, sí es de la pareja.
Cuenta la historia de Calarcá, que corrían los años treinta del siglo pasado cuando llegó al pueblo, procedente de Manizales y en la flor de sus 27 años, don Joaquín Lopera Gutiérrez. Al casarse cuatro años después con doña Clotilde Gutiérrez, la mona, maestra de La Bella, amplió hacia otra generación su segundo apellido. Al igual que tantos calarqueños, en la conformación de su familia estuvo presente el aporte de los colonos procedentes de lugares distintos a Antioquia. En efecto, la mona Clotilde era una de las hijas del tocaimuno Gil Gutiérrez, dueño de la finca “El Mangón”, en las cercanías del Río Santo Domingo. Entre el cúmulo de acciones y obras de las que fue artífice don Joaquín, está la fundación del Club Popular, en 1951, sitio de tertulias, reconfortantes aguardientes, y el juego de dados, cuyo primer garitero fue erigido luego en cacique, don Emilio Valencia, “Carriel”.
En opinión de Jaime Lopera, quien se apoya en el concepto de algunos sicólogos, el varón que no se vuela de su casa, o cuando menos lo intenta, jamás de los jamases conseguirá romper ese cordón umbilical que lo ata a mamá y papá, de tal suerte que la vejez lo sorprenderá dependiendo del “hotel mama”. Para decirlo de otro modo: nunca se desteta. Cuando sabía tanto de sicología como de física cuántica, el niño Jaimito fue sorprendido y rescatado por don Joaquín en el mismo andén de la Estación del tren, en Armenia, justo cuando se aprestaba a volarse para Cali y allí pedir asilo donde unos primos. No obstante, luego conoció a Cali y su visita coincidió con el desarrollo de los sucesos históricos de aquel nefasto seis de agosto de 1956, cuando se produjo la explosión de los camiones del Ejército, cargados con dinamita, estando Gustavo Rojas Pinilla en el poder.
Don Joaquín Lopera, desde su juventud en Calarcá, fue un destacado líder de la causa liberal. En compañía de Pompilio Palacio y Pedro Fayad creó el Fondo de ese partido. A mediados de los años treinta estuvo al lado del ideario de Alfonso López Pumarejo. En 1942, apoyó la candidatura de Carlos Arango Vélez, del Unir, suegro de Andrés Pastrana y uno de los mejores oradores liberales de la historia. Activo y eficiente, don Joaquín desempeñó durante varios períodos la secretaria del directorio liberal. Su oficina era el punto de encuentro de quienes requerían empleo, asistencia judicial o ventilar los problemas de Calarcá. Como concejal, respaldaba sus debates y denuncias con rigor documental, por lo que conseguía que estos fueran irrefutables. Su iniciativa, posibilitó la remodelación del acueducto, la construcción del palacio municipal y el fondo de vivienda popular.
Creo que pocas personas saben que ese segundo apellido de Jaime, el Gutiérrez, está ligado con quien la historia registra como caudillo y mártir de la oposición al gobierno de Rojas Pinilla, un estudiante de Medicina y Filosofía de la Nacional, muerto a manos de la represión oficial, un día 9 de junio, justo cuando se conmemoraba un aniversario de otra masacre estudiantil, ocurrida en 1929. Su nombre, Uriel Gutiérrez Restrepo, está íntimamente ligado a la historia de las luchas estudiantiles colombianas. Antes, más que ahora, la población universitaria era determinante en la construcción de nuevas alternativas políticas. Por su parte, Jaime, estudió en la Universidad Externado de Colombia, que aparte de su ganado prestigio, ha sido una visa rápida y segura que permite acceder a la judicatura, los buenos cargos de la justicia colombiana y las altas cortes.
La amistad y el aprecio ciudadano de los calarqueños hacia don Joaquín Lopera, no consiguieron inmovilizar la mano asesina que el 17 de enero de 1962, segó la vida del liberal íntegro que dedicó buena parte de su vida al bienestar de esta Villa de Vidales. Con un solo y fatídico disparo cumplió su cometido el victimario, un pájaro procedente del Valle, extraído de las huestes del célebre Cóndor Lozano, el personaje de la obra de Álvarez Gardeazábal. El líder cívico y concejal, murió frente al café Club 60, en la pequeña ciudad que le prodigó sus mejores vivencias y a la que retribuyó con su labor como licenciado en causas judiciales de diversa índole, en una época en la cual la región fincaba su esperanza en la paz concertada mediante el mecanismo de alternación en el poder del Frente Nacional, instaurado mediante un plebiscito. Don Joaquín tenía entonces cincuenta y cinco años.
Al son de los bailes de la cosecha, Jaime, abrazado ya a la disidencia opuesta a la alternación presidencial y al oficialismo liberal, en calidad de cuadro del Movimiento Revolucionario Liberal, se reunía con sus amigos simpatizantes de esa corriente creada por Alfonso López Michelsen. Personajes de nuestra historia como Iván López Botero, Enrique Gómez Restrepo y Bernardo Gutiérrez H., en su momento fueron estigmatizados como comunistas, divisores del partido liberal. Jaime Lopera, por su parte, no se escapó de los regaños paternales, y sólo cuando se percató de la importancia de su hijo en la dirección del M.R.L. y sus trabajos periodísticos en el Semanario La Calle, le concedió a su oveja negra el favor de la comprensión de sus ideales y una cálida indulgencia. Cecilia, su hermana, estudiaba Trabajo Social en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín.
Con ocasión del primer centenario del nacimiento del padre, el escritor dice: “… todavía se estremece en mi memoria el goteo de la sangre de Joaquín, en la sala de mi casa, que chorreaba hacia el suelo debido a una autopsia mal hecha que ninguno de los dolientes se atrevía a remediar. Gota tras gota, gota tras gota, en las largas horas y el impasible silencio del amanecer, como un metrónomo que señalaba las condiciones del recuerdo hacia una posteridad que, a sus cien años de nacimiento, nos evocan hoy (a Cecilia, a Martha Lucía, a mi tía Gilma y sus hijos, y a Martha Inés por razones de afinidad) la figura de mi padre en un pedestal ejemplarizante, esforzado y honesto”. Al realizar un recuento de los sucesos, Jaime confiesa su voluntaria ruptura con el Quindío, su tierra, a la que volvió tras una ausencia de treinta y ocho años, con muy pocas y efímeras visitas.
De Jaime Lopera Gutiérrez se dicen tantas cosas; es tan diverso y fluctuante el expediente de su vida, que resulta imposible sintetizarlo en las dos mil quinientas palabras de esta crónica. Sin embargo, sería una torpeza no señalar aquí que, por ejemplo, la histórica frase atribuida al compañero jefe, Alfonso López: “Pasajeros de la revolución, favor subir a bordo”, en realidad fue pronunciada por nuestro personaje, el primer secretario que tuvo el congreso que constituyó el M.R.L. Un tiempo después, en la compañía de Ugo Barti (hoy Timoteo, en El Tiempo), Carlos Álvarez, y Héctor Valencia (fallecido secretario general del Moir) fundó la primera revista de cine en Colombia, «Guiones», y luego «Cinemés»; también en ese período presentó en sociedad su primer libro de cuentos, La Perorata, señalado por nuestro escritor Umberto Senegal como pionero del cuento corto en el país.
El humor que nunca lo abandona lo lleva a comentar que se disputa el acceso al récord Guiness de la permanencia más corta en un cargo público en Colombia: 24 horas como ministro del trabajo, al que fuera designado por Virgilio Barco y al cual renunció con dignidad, ante la imposibilidad de hablar con el presidente y nominador para desvirtuar la errónea información publicada en un diario capitalino. Nada que ver con el actual ministro de Agricultura, ¿no creen? Al día siguiente reasumió su anterior trabajo, entre pitos y matracas. Conviene agregar que la Procuraduría, tras comprobar, con su pasaporte, que estaba fuera del país, lo exoneró de la culpabilidad en los presuntos hechos que motivaron la denuncia de la que fue objeto y que hoy lo mueven a recordar, más entre risas que rencor, aquel suceso de antología en la historia de las nominaciones oficiales.
En los años que corren, que bien podríamos llamar los ubérrimos tiempos del teflón, ser político en ejercicio tiene tantas connotaciones como artículos el código penal. Cuando le preguntamos por sus simpatías partidarias, sin dar vueltas comenta que, si bien fue político, y pisó el deleznable terreno de la mecánica electoral, en la época actual no consigue ubicarse en el espacio logístico, ni en el sitio ideológico que le permita airear su ideario de compromiso con lo social, en donde el pensamiento liberal y demócrata pueda verse expresado. Añade que sus últimos jefes fueron Alfonso López y Álvaro Uribe Rueda. De manera crítica expresa que los partidos están conformados por una manada de ovejas, atadas al clientelismo y los contratos corruptos. En contraposición a eso, prefiere habitar los generosos espacios de la literatura, territorio donde los pecados apenas son veniales.
Con la escasa dosis de optimismo que pueden generar las kilométricas disquisiciones y trámites sobre el rescate del tesoro de los quimbayas, Jaime Lopera calcula que no se irán más de dos generaciones para el retorno de ese patrimonio histórico-cultural a la tierra donde se gestó. A los setenta y dos años de edad, este historiador, escritor, ex gobernador, ensayista, además de custodio y defensor de oficio del tesoro, es considerado por uno de sus grandes amigos como un outsider , alguien que ha transitado por el mundo, en apariencia marginado de muchos sucesos y sin solicitar retribución por su presencia en ellos, ni tan siquiera en una fotografía, con la honrosa excepción de la publicitada instantánea donde aparece en pleno septimazo, al lado de García Márquez, ataviado con una pinta de seminarista arrepentido o de juicioso estudiante de tercer semestre de derecho.
Dos matrimonios, de los cuales ha extraído vivencias tan plenas como disímiles, han animado sus años. Las mujeres bellas, al igual que los paisajes, agigantan la visión del mundo, dice en tono poético, y agrega que su admiración por ellas es sensual, pero discreta e inofensiva y que raya en lo ridículo: “… y si no, mírenme la cara cuando veo a Nicole Kidman o a la Sharapova.” Reclama para sí la cualidad de buen bailarín de bolero y merengue, se considera un buen burgués, aunque poco bebe y trasnocha. Sus querencias musicales se inscriben en Los Panchos, Hugo Romaní y los boleristas de antología; como es obvio, La Sonora Matancera, sin que pueda omitirse a los jazzistas, las Big Band, y, desde luego, todo el espectro donde habita el tango y sus cultores. Estuvo en Argentina tres semanas antes, con Martha Inés, en el tanguero San Telmo de Buenos Aires.
Quien fuera también director de La Crónica del Quindío, como periodista y autor intelectual del nacimiento de la revista Pluma, registra en el álbum de sus satisfacciones el hecho de haber entrevistado a uno de los ciegos más famosos de la literatura mundial, Jorge Luis Borges, durante su paso por Bogotá, así como al autor del mini cuento de mayor difusión, Augusto Monterroso. Sé, de buena e irrefutable fuente, que nuestro personaje, además, no sólo ha incurrido en poesía sino que guarda bajo el colchón, a salvo de miradas chismosas, por lo menos ciento veinte páginas escritas, cuyo destino final será una novela en aire de dos por cuatro, que recrea el mito gardeliano bajo la tesis sin comprobar de su origen uruguayo, a la cual se acoge sin muchas prevenciones este personaje calarqueño que con indudable éxito ha cultivado tantas, complejas y trascendentales disciplinas.
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Calarcá, 30 de octubre de 2009
CONCEPTO PARA DESTACAR, APARTE DEL TEXTO:
—“Sí, tengo unos poemas furtivos; tal vez se verán algún día. Pero no he podido construir unos buenos alejandrinos, y lo he intentado mucho: por eso creo que solo quien escribe un buen soneto, un soneto perfecto como los de Aurelio Arturo y los del Tuerto López, merece llamarse poeta. El resto son los picapiedra”